29 de julio de 2009
Vetas.
Supongo que era de noche cuando me desperté. No porque pudiera ver por la ventana, sino porque simplemente no veía nada. Estaba boca arriba, con las manos y los pies atados. Tenía mucho frio y mucha hambre. Me acordaba de dos hombres, uno venia caminando a mi encuentro, y cuando me di vuelta estaba el otro detrás, a escasos metros de un auto negro y vidrios polarizados. Creo que ni siquiera trate de correr. Se me acercaron cada vez más, pero no recuerdo como me atraparon, me ataron o trasladaron. Supongo que me hicieron perder la conciencia. No sé, y tampoco quiero acordarme, nada más. Nunca. Recuerdo entonces que vino uno de los hombres que me había atrapado y al ver que tenía los ojos abiertos, prendió la luz y se fue. No podía ver nada más que el techo. Era de vigas de madera, de esas que tienen nudos y vetas, algunos redondos, algunos alargados, más claros o más oscuros. Lo único que podía ver.
Los primeros días traté de dormir, para no pensar, para no sentir, para tratar de evitar el miedo y la angustia de saber que en cualquier momento me podían matar, y nunca iba a averiguar si solo querían dinero o era algo más. Si bien mi papa estaba metido en mil y un asuntos, era un hombre bueno, nunca nos trato mal y siempre se esforzaba para acudir aunque sea a los eventos más importantes, como los cumpleaños, obras y partidos. Ese día, EL día, habíamos discutido porque él no podía ir al ballet que estábamos preparando en la escuela. No era la primera vez que bailaba, no era algo único que no se repetiría, y me sentí mal por haberlo llamado egoísta. Seguro en ese momento estaba moviendo el cielo y la tierra para encontrarme. Para abrazarme. Dormir no me servía de mucho, de todas formas. Mis sueños se habían reducido a uno en el que yo estaba detrás de un vidrio sin fin, el cual no podía romper, y mi familia del otro lado, sin poder verme. Y me despertaba y seguía en ese lugar. No sé que era peor.
El frio y el hambre empezaron a ganarle la batalla al sueño, y al tiempo ya no me podía dormir. Cada tanto me daba agua, eso sí. Las vetas del techo poco a poco empezaron a cobrar vida. Primero solo forme una cara, la cual miraba de vez en cuando para tratar de pasar el rato, algún rato. Pero poco a poco fueron surgiendo más. Primero un hombre, después una mujer, después otra mujer, después un hombre fumando, una mujer enojada, un hombre triste. A veces se encontraban todos y hablaban. Entonces el techo de descontrolaba y el barullo me aturdía. A veces me llamaban, cuando tenía los ojos cerrados tratando de dormir. Entonces los veía hablando, jugando a las cartas. Un hombre una vez me conto que tenía que una hija que le gustaba tocar el piano, y que él estaba haciendo todo lo posible para ayudarla y apoyarla en todo lo que sea necesario. Yo le dije que era lo que todas las hijas esperan, que estaba orgullosa de él, que siga haciendo que algún vería el fruto de los esfuerzos de ambos. Uno de mis nuevos amigos era una chica de mi edad, que me conto sobre su pareja, un chico fantástico, pero que ella sentía que no le prestaba mucha atención. Le pregunte si se lo había dicho y me dijo que no, que le daba miedo que se enoje. Yo le dije que se no se lo decía, nunca lo sabría. Al otro día (en realidad no podía contar los días, solo los imaginaba), vino feliz, me conto que había hablado con él, y que las cosas estaban mejor que nunca. Yo me alegre mucho por ella. Le conté que yo no sabía lo que estaba haciendo ahí, que hacía tiempo que estaba y que ya estaba perdiendo las esperanzas de que me dejaran salir. Ella me alentó, me dijo que piense positivamente, que todo iba a ir bien…
Mi sueño se repitió, me había dormido en algún momento sin darme cuenta, agotada de tanto pensar para no pensar, cuando escuche que mis nuevos amigos me llamaban. Quise abrir los ojos pero la luz me molesto. Me llamaban por mi nombre “Victoria, Victoria, ven!” me decían. Pero no quería abrir los ojos, me hacia mal la luz. Unos pares de manos me alzaron y me llevaron. Sentí que desataban mis manos y mis pies, que me acostaban, que me pinchaban… y que lo próximo que supe fue que mi papa estaba junto a mí, esperando que despierte. Sonrió al verme, y fue a llamar a la enferma. Mis amigos ya no estaban, pero el frio tampoco.
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