20 de febrero de 2009
Ensayo sobre la ceguera
Uno no siempre quiere ver. Y una vez que sus ojos se abren, por un estruendo lo suficientemente ruidoso como para despertar su curiosidad, o una actividad anormal de las luces que penetra por sus parpado, uno tiene dos opciones: o volver a cerrarlos, una vez pasado el incidente, lo que implica que estos se sucederan infinitamente, y sus ojos se abriran y cerraran en un abrir y cerrar de ojos, alcanzando a ver tanto como un ciego en una noche sin luna, con una inquietud e intriga del alma cada vez mas grande gritandole que abra los ojos por un poco mas de tiempo, crecera tanto que explotara en mil pedazos, y ya no habra artesano alguno que pueda repararlo. Los ojos, en vez de abrirse, se iran saliendo lentamente de sus cuencas hasta que rueden fuera de su cara y se convertiran en piedras. Sosas, grises y secas.
Pero si uno deja, con un esfuerzo inconmesurable, que sus ojos permanezcan abiertos y que la luz penetre alcarando cada vez mas las figuras, las cosas, las caras, y aunque al principio pueda no gustarle lo que ve, que algunas cosas sean feas o deformes, o demasiado brillantes, deslumbrantes, estramboticas, imponentes, y lastimen un poco sus ojos acostumbrados a la penumbra y al escondite, por lo que pueda llegar a asustarse y querer sacarse los ojos usted mismo, si no lo hace, lo que le sigue no es nada que un buen par de lentes de sol y pastillas para dormir no puedan arreglar.
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