Me desperté en el río, flotando boca arriba. Me había enganchado la ropa con unas ramas de un árbol que se metían hasta la mitad del río, y eso evitaba que la corriente me arrastrase mas lejos. Estaba amaneciendo, pero todavía estaba lo suficientemente oscuro como para poder ver el resplandor de fuego entre los árboles y una humareda que sobresalía de las copas mas altas de aquél bosque.
Nadé hasta la orilla, y allí dormí hasta el amanecer del día siguiente. En el medio, soñé con grandes castillos, reyes eternos, imperios indestructibles, fiestas y banquetes sin fin. Creo que no quería despertar, no quería que el tiempo siguiera su curso.
Cerré los ojos y soñé de nuevo. Me miraba desde afuera y tenía la piel color aceituna, los ojos color agua y el pelo del color del ébano; me llamaban Hû áva, cabello negro. Ya para ese entonces hablábamos la lengua kuimba'e morotî, la lengua de los hombres blancos.En presencia de ellos no podíamos usar nuestra lengua materna, pero entre nosotros hablábamos la lengua sy: era una de las pocas cosas nuestras que nos quedaban. Soñé que vivíamos caminando en fila trabajando en las huertas, tejiendo el mimbre y amasando el pan. A veces estábamos arrodillados. Los hombres blancos eran mas pequeños que nosotros y cuando estábamos todos de pie se sentían intimidados, por lo que nos hacían arrodillarnos: trabajar arrodillados, comer arrodillados, vivir arrodillados. Soñé que quise escapar, y me atraparon, o mejor dicho, me re-atraparon antes que pudiera desatraparme, y me llevaron ante el jefe morotî. Un hombrecito con poca altura, poco pelo, y poca investidura: apenas un corregidor del Virrey en Lima, quien muy frecuentemente excedía el requerimiento de hombres de nuestro pueblo permitidos para que trabajen en la mina, y mas frecuentemente aún se olvidaba de pagarnos el salario. Se llamaba Blasco, y para demostrar quién mandaba en esa tierra, ordenó matarme. Entonces soñé que, al alba, dos hombres me llevaron a la orilla del río y me acuchillaron. Dejaron que mi sangre brotara hacia el agua, que luego regaría el cultivo. Yo era la muestra de la desobediencia. Quien siguiera mis pasos se convertiría en riego para el trigo, en sacrificio, en tributo a Dios. Entredormida, casi sin vida, vi a un tercer hombre a mi lado, también llamado para la ejecución. Gesticulaba, movia la cabeza y hablaba en un español que yo no entendía; creo que estaba rezando. No sabía que era lo que quería hacer, su cuchillo estaba limpio y estaba un poco alejado, con los ojos brillosos, la cabeza gacha y cuando me miró a los ojos casi escuche su ñyrô resonando por todo el bosque, y entonces vi como se me acercaba enarbolando el cuchillo...
No supé si fue su puñal el que me mató, porque abrí los ojos al momento del impacto. Y no estaba durmiendo; soñé las verdades de dos noches atrás.
La historia es conocida: resucité al tercer amanecer, nadie me recordaba, y ya sólo quedaron unos pocos que creyeron la verdad, que creyeron que la libertad existiera.
Blasco fue Virrey.